El argentino, cuando no, es un seductor elegante y mentiroso, un bailarín más vivo que inteligente, y sobre todo un ladrón secreto de guante blanco. Sexy y canyengue que nació en Barracas y emigró a París. Un chanta de alta gama, un canalla encantador. Se llama Max Costa, y es el protagonista de El tango de la Guardia Vieja, donde Arturo Pérez-Reverte da a luz, no con la conciencia del novelista sino acaso con la autoridad de quien nos conoce muy bien, a un inolvidable arquetipo nacional. Sin quererlo, de algún modo nos retrató. Y lo hizo tras una minuciosa y apasionante indagación por el territorio de esa novela: el viejo barrio, cuna de la tanguería y el malevaje, adonde Costa nos lleva de la mano de una mujer enigmática y de un músico que busca los orígenes de ese "sentimiento triste que se baila" (Tango). Cuenta la historia de un amor turbio a lo largo de tres o cuatro décadas, comienza en Buenos Aires y sigue en la Europa de la posguerra. Para escribirla tuvo que documentarse sobre la historia porteña y entender el tango, donde el hombre parece conducir a su compañera aunque es ella quien sutilmente lo domina.
Leí un buen comentario que le hace Fernández Diaz y dice que Perez Reverte compró las películas de Gardel, escuchó grabaciones de antaño, releyó a Borges, descubrió a Arlt, devoró libros de lunfardo y crónicas de época, conversó con viejos vecinos, caminó, comió en bodegones y se hizo una idea precisa de quiénes éramos en aquel tiempo gris y a la vez brillante.
Un boom en España, fue traducida a 20 idiomas, y su presentación fue el acto más importante de la última Feria del Libro. Allí el autor contó el carácter hondo de su obra, escrita para mostrar una galería de "héroes cansados", damas y caballeros que han vivido la ilusión y ahora atraviesan la lucidez del escepticismo. Costa, que va envejeciendo, es a su modo un pillo, pero también un héroe fracasado surgido de un mundo en derrumbe. Es una novela policial y a la vez costumbrista, que sin quererlo trata sobre nosotros.
De hermosa lectura.
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viernes, 31 de enero de 2014
jueves, 30 de enero de 2014
Hannah Arendt y la banalidad del mal
Ví la película que dirigió Margarita Von Trotta y se
proyectó el año pasado y quedé flechado por esta mujer, tan inteligente,
peleadora y consecuente con sus ideas.
Me fui derecho a leer “Eichman en Jerusalen, un estudio
sobre la banalidad del mal” que es el libro que escribió después de haber
presenciado el juicio a Adolf Eichman en Jerusalén, por sus crímenes de guerra
y contra la humanidad.
Me dejó pasmado,
pensando y repensando las ideas que creía tener acerca de la guerra, la muerte,
el dolor, el bien y definitivamente, el mal.
Se la tiene, a Arendt, universalmente como la creadora de
esta idea de que el mal es banal, es decir, que no hay que ser malo,
necesariamente, que se puede hacer daño desapasionadamente, como una mera
herramienta o instrumento de un proceso o un mecanismo. Y la espeluznante idea
que además, todos podemos ser esos nazis que encerraban hombres, mujeres y
niños en una cámara de gas, y a la noche le contaban un cuento a sus hijos antes
de darles el besito de las buenas noches.
Encontré una pintoresca afirmación de que la idea ya estaba
presente en la obra de un autor argentino. Dice José Pablo Feinmann que “La célebre banalidad del mal la inventó
Sarmiento. Hasta tal punto llegaba su genio de escritor. En la Introducción de
Facundo escribe: “Facundo, provinciano, bárbaro, valiente, audaz, fue
reemplazado por Rosas, hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él; por Rosas,
falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión, y
organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo”.
Sin perjuicio de esta aseveración, las ideas de Arendt han
llegado a todos los puntos del planeta y nos lleva a todos a hacernos esas
preguntas que nos dejan con dudas, con respuestas insatisfactorias.
Aquellos que siguen una ideología a rajatabla, no tienen
estos problemas (así nos va).
La obra de Hanna dice cosas que nos remontan a nuestro
pasado y a reflexionar sobre el presente, digo, pensando en la historia y la
política argentinas. Por ejemplo, recuerda que el pueblo alemán fue indiferente
a que se juzgaran a los criminales nazis. Parece que podían vivir y convivir
tranquilamente con estos personajes,
atento a la falta de reclamo social para que sean juzgados una vez terminada la
guerra.
Un aspecto sobre el que hace hincapié es acerca de los
argumentos con los que se puede defender a un criminal acusado de delitos
contra la humanidad.
Cuando habla de la defensa de Eichman en el juicio y de
cuáles eran sus argumentos explica que se basaron en dos puntos fundamentales,
la teoría de los llamados “actos de Estado” y la obediencia debida. El defensor
ilustró adecuadamente su postura al decir que se juzgaban hechos que “son
recompensados con condecoraciones cuando se consigue la victoria y conducen a
la horca en el momento de la derrota”.
Los actos de estado, en la jurisprudencia alemana son
aquellos que consisten en el ejercicio del poder de soberanía. Y en
consecuencia se hallan fuera del ámbito del poder judicial. Esta teoría fue
utilizada en los juicios de Nuremberg con resultado negativo para la defensa.
Atento este antecedente, sorprendió que el defensor de Eichman volviera sobre
este argumento y no acudiera como primer punto a la tesis de la obediencia
debida.
En nuestro derecho se los llaman “actos de gobierno” y
Gordillo dice que el meollo de esta teoría es “la pretensión de que ciertos
actos de la administración están exentos de control judicial”. Esa pretensión
está basada en que dichos actos “no son justiciables porque tienen un alto fin
político, porque hacen a las relaciones entre los poderes, porque afectan a
razones de estado”. Concluye este autor que no es posible aplicar esta teoría
en nuestra organización jurídica porque choca con el artículo 18 de la Constitución
Nacional que dice que es “inviolable la defensa en juicio de la persona y de
los derechos”.
Pero la defensa que
el propio Eichman hizo a través de sus dichos, cuando le tocó intervenir era
más simple: él cumplía con su deber, no sólo obedecía órdenes, sino que también
obedecía la ley. Sus actos eran exigencias de su deber como ciudadano y como
funcionario cumplidor de las leyes. Además alegó que seguir esa conducta estaba
de acuerdo con los principios morales de Kant, es especial con la definición
kantiana de “deber”.
Contra esto, Arendt se adelanta a aclarar que la filosofía
de Kant está estrechamente unida a la facultad humana de juzgar, que elimina
cualquier obediencia ciega.
Acá también es necesario agregar que a lo largo de la
vigencia del Tercer Reich “las palabras del Fuhrer tenían fuerza de ley”.
Además jamás se ha podido encontrar un solo documento escrito referente a la
Solución Final y probablemente nunca lo haya habido. Entonces si las palabras
del Fuhrer eran el derecho común básico, toda orden, que en su letra o espíritu
contradijera una palabra pronunciada por Hitler, era ilegal.
Pero asimismo, la posición de Eichman y de los demás
criminales nazis era la de aquel que claramente está en situación de advertir
la ilegalidad de la orden que debe cumplir, y por ello no está alcanzado por el
principio benéfico de la obediencia debida.
Nos enseña Arendt también acerca del funcionamiento del
partido nazi, que carecía de programa, dato del que alardeaban sus jerarcas,
orgullosos de pertenecer a un “movimiento”, no a un partido. (¿Alguna semejanza
con otro “movimiento”?)
Hubo también varias etapas en la persecución y luego
exterminio de los judíos y otras personas denigradas por el nazismo, como los
gitanos.
En un principio los nazis hablaron de expulsar a los judíos,
no de exterminarlos. Y esa fue la oportunidad de Eichman quien armó un sistema
como una línea de producción industrial: “en un extremo se pone un judío que
todavía posee algo, una fábrica, una tienda, o una cuenta en el banco y va pasando
por todo el edificio de mostrador en mostrador, de oficina en oficina y sale
por el otro extremo sin nada de dinero, sin ninguna clase de derechos, solo con
un pasaporte que dice “Ud. debe abandonar el país en quince días, de lo
contrario irá a un campo de concentración”.
Un aspecto quizás no muy conocido de la segunda guerra
mundial y de la actuación de los países que los nazis ocuparon, es el de
algunos focos de resistencia relativamente exitosos frente a la barbarie de los
alemanes. En el juicio a Eichman salieron a la luz y Arendt se encarga de
destacarlos. Así nos cuentan de la huelga organizada por los estudiantes en
Holanda, cuando los profesores judíos fueron desalojados de sus puestos. La
consecuencia de esta huelga fue una cadena de protestas que motivó a que los
nazis debieran cambiar su estrategia y a partir de entonces la persecución ya
no se llevó a cabo con las tropas en la calle.
En Suecia se otorgó la nacionalidad a los judíos noruegos
que debieron emigrar (Suecia no fue ocupada por los alemanes), por lo que la
mitad de la población judía de Noruega pasó a su vecino.
En Dinamarca se negaron a obligar a los judíos a usar el
distintivo amarillo y contestaron a esa orden que el rey sería el primero en
usar la estrella si utilizaban la fuerza para imponerla. Además tampoco se
permitió diferenciar a los judíos daneses de los judíos alemanes que habían
buscado refugio en esas tierras, por lo que jurídicamente los alemanes se
vieron en la imposibilidad de perseguirlos, por cuanto al haberles quitado la
ciudadanía alemana, necesitaban la autorización del gobierno danés para
apoderarse de ellos.

En Italia también tuvieron complicaciones los nazis para
perseguir a los judíos, a pesar de la simpatía de Mussolini por el régimen de
Hitler, más por la ineficacia y displicencia en el cumplimiento de las órdenes
por parte de los italianos, que por rebeldía a los nazis.
En Argentina hay múltiples pruebas de la llegada de nazis una
vez terminada la guerra y de su asimilación a la sociedad. No sólo hubo un
gobierno que les facilitó el ingreso y permanencia en nuestra tierra, sino que
socialmente, no recibieron rechazos ni reproches. Por algo Eichman eligió como
sus últimas palabras antes de ser ahorcado “¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina!
¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!”
La gran enseñanza que nos deja esta historia es que hubo
muchos casos como el de Eichman, muchos hombres como él y que no eran
pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo terrible y
terroríficamente normales.
En la escena final de la película Arendt dice:
“Estos crímenes fueron cometidos por hombres, no por
monstruos. Por seres humanos que se negaron a ser personas. Y es éste el
fenómeno al que he llamado la banalidad del mal”.
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