La necesidad de ver el
mar de Mempo Giardinelli
A Osiris Chiérico y
Carlos Llosa

Para mí, en cambio, lo que usted propone,
lo que describe es medio como un julepe, ¿sabe, Osiris? Me asaltan las
inseguridades, tengo miedo de estar soñando y que la amistad sólo sea un
espejismo provocado por la ginebra. Le digo: no me preocupan ni la Tota ni las
nenas, ni el laburo que siempre llevo atrasado en la oficina, ni la suspensión
que pende sobre mi cabeza como un sombrero invisible al que no le doy pelota.
No, es algo más profundo: son miedos producto de mi ignorancia, de la cantidad
de años que viví equivocado, de los negocios que no me salieron (la banca en la
quiniela, el oficio de arbolito en Palermo, algunas otras cosas en el barrio de
las que mejor no acordarme). Pero claro, todas son suposiciones intelectuales
que no tienen sentido ante su invitación. Siempre hay una manera más sencilla
de decir las cosas. Usted es amable, Osiris. La amabilidad es una cualidad que
no siempre se valora en los amigos. Acepto.
Se acomodaron junto a la barra, entre un
gordito de ojos semicerrados y un sujeto con cara de gallina que una vez por
minuto perdía el equilibrio, se destartalaba, se recomponía y volvía a quedarse
quieto, mustio, mirando fijamente la larga hilera de botellas de vino que
estaba detrás del gallego que atendía. Osiris pagó las tres primeras ginebras,
que bebieron en obstinado silencio, mientras Carlitos fumaba, tranquilo,
pensando que lo verdaderamente agradable era estar así, sin pensar. Un rato
después, luego de un informulado, tácito acuerdo, volvieron a la calle y
caminaron hacia el centro porque Osiris dijo que en Viamonte y Carlos
Pellegrini servían muy bien la ginebra, una expresión que Carlitos no entendió,
ni se detuvo a analizar, porque confiaba en su amigo como un niño en su madre,
sentía que lo quería entrañablemente y nada más le importaba.
Esa vez pagó Carlitos y bebieron cuatro
copitas, mientras Osiris le explicaba que a lo largo de Carlos Pellegrini, y de
su continuación, Bernardo de Irigoyen, conocía por lo menos siete bares donde
servían una excelente ginebra. Quería invitarlo, desde luego, porque esa noche
se sentía emocionado, vea, después de casi dos años de trabajar juntos, todas
las tardes despidiéndonos con frases hechas, no podemos desperdiciar esta
oportunidad de reconocernos, de fortalecer la amistad, de compartir la magia de
estar juntos y jurarnos que somos almas gemelas y que cada uno es lo que más
importa para la vida del otro, porque le juro, Carlitos, desde esta noche yo le
pertenezco con la fidelidad de una novia enamorada, o mejor, con la de un perro
fiel.
Carlitos dijo: me abruma, Osiris, pero lo
entiendo y vale la recíproca. Sellaron el pacto con una quinta ginebra, bebida
más ceremoniosamente, y Osiris salmodió nuevamente la enumeración de los bares
que conocía a lo largo de esa calle, codeó a Carlitos y salieron a la vereda.
Caminaron lentamente, aspirando el aire de la noche, intercambiándose una
calidez novedosa con la que combatían el implacable frío que caía sobre Buenos
Aires, en pleno agosto, y se alejaron tomados del brazo, la mano de Osiris en
el codo doblado de Carlitos, y éste fumando un cigarrillo mientras observaba la
punta del Obelisco y calculaba, infructuosamente, su altura.
Se detuvieron, puntuales, desprevenidos,
en cada uno de los bares que propuso Osiris. Compartieron los pagos sin
discutir, como hacen los amigos, hablaron del pasado de cada uno, reconociendo
gustos y aficiones comunes, y se contaron historias de terceros, acaso
convencidos de que se amaban y eso era todo, no hacía falta seducirse con
monólogos brillantes, relatos extraordinarios y anécdotas asombrosas. Osiris,
simplemente, habló de su vocación de solitario y del extraño modo que el
destino tenía para relacionarlo con las mujeres. Se había casado tres veces. A
su primera esposa, Carmen, la había conocido una noche, durante una recepción
en la Embajada de China, mientras bebía whisky escocés y comía canapés
franceses. Detrás de él, una voz lo había subyugado. Tenía un timbre
indescriptible, algo así como el zumbido del vuelo de un tábano, como el
susurro de una multitud que ingresa a una cancha de fútbol, como el sincopado
ritmo marcado por un tenor en el allegro assai de la novena sinfonía de
Beethoven. No había querido darse vuelta; y si la voz se alejaba, él
retrocedía, mientras se decía que debía conocer a esa mujer, a la que ya amaba
más que a nada en el mundo. Un mes después, se casó con ella. Y luego de tres
meses se separaron, porque usted comprenderá, Carlitos, que Carmen hablaba toda
la mañana, toda la tarde, toda la noche, me volvía loco hablándome, y todo
porque yo le había dicho que me gustaba su voz.
Un par de años después, una noche como
ésta, salí a caminar y me metí en un piringundín de la calle Libertad. Era un
sótano acogedor, tranquilo, había poca gente y sólo se escuchaba un piano,
suavecito, emitiendo correctamente melodías de Cole Porter. Le juro que me
sentía espléndidamente. De pronto, no lo va a creer, una voz gruesa, como un
bajo femenino, empezó a tararear y a hacer be-bop. Era como una cascada de agua
que caía susurrando, un viento leve. No miré hacia el pequeño escenario. Pero cuando
empezó a cantar “Sentimental Journey” creí que me volvía loco. Me puse de pie,
caminé hasta otra mesa junto al escenario y me senté a escuchar. Alguien
comentó que se llamaba Olga. Era la mujer más fea que usted se pueda imaginar:
hasta tenía bigotes. Pesaba como un camión liviano. Pero uno cerraba los ojos y
esa voz, cálida como ninguna, le hacía correr un frío por la espalda.
Cuando terminó de cantar, me fui,
jurándome que volvería. Y así fue como me convertí en habitué de ese sótano.
Durante una semana, me hice presente todas las noches. La voz de esa mujer me
fascinaba: impostaba como los dioses, o como uno se imagina que los dioses
deben impostar cuando cantan, si es que cantan. Pero al cabo de esa semana,
tuve que viajar a Córdoba, por unos asuntos de la em-ptesa para la que entonces
trabajaba. Estuve afuera poco más de un mes. El día que regresé, por la noche,
terminé de redactar mis informes y me dirigí al sótano. Olga cantó como nunca:
cada tema era un himno. Ella misma estaba hermosa, imponente, segura como si
hubiera sido la Fitzgerald presentándose en el Carnegie Hall. Cuando finalizó
su actuación, descendió del escenario y caminó directamente hacia mi mesa.
“Cuánto hace que no venía”, me dijo. Y yo supe que estaba loco por ella.
Llegaron a San Juan y Bernardo de
Irigoyen. Después de dos ginebras, fueron juntos al baño y orinaron en
silencio, mirando fijamente sus respectivos mingitorios. Osiris terminó
primero, pero no se movió. Con una expresión preocupada y una voz ronca, que
parecía un lamento, preguntó: ¿Usted se imagina, Carlitos, lo que son tres
meses de vivir con una gorda bigotuda que canta todo el día, toda la tarde,
toda la noche, que no hace otra cosa que cantar hasta que uno no sabe ni cómo
se llama? Carlitos dijo que lo entendía, debía haber sido insoportable, a veces
uno necesita silencio, también, quizá porque el silencio es una bella forma del
amor. Y como Osiris se había quedado triste, se acercó, le puso una mano sobre
el hombro, le dijo vamos Osiris y salieron del baño y caminaron hacia la calle.
El frío de la noche los reanimó. Hicieron
algún comentario referido a las virtudes de la ginebra para contrarrestarlo,
ignoraron a un sujeto de saco raído que se acercó, les pidió unas monedas para
tomar algo caliente y les dijo compañeros, y siguieron andando, fieles a esa
vereda, como empecinados en quererse más y más el uno al otro. En algún momento
se abrazaron y Carlitos dijo que la verdad es que las mujeres lo complican
todo, aunque estuvieron de acuerdo en que son necesarias. Osiris propuso,
entonces, desviarse hasta la calle Lima, donde conocía un bar en el que servían
la ginebra helada; le parecía interesante beber un par de ellas, para después
tomar una caliente, con un cafecito, lo cual, estaba seguro, debía producir una
inigualable sensación de bienestar. A Carlitos le pareció una idea brillante y
se lo dijo.
Al llegar a Lima, Osiris meneó la cabeza
afirmativamente, puso un dedo sobre el esternón de Carlitos y lo golpeó varias
veces mientras decía Rosa María era peruana, a veces su recuerdo me persigue,
me cagó la vida. Rosa María había sido su tercera mujer. Carlitos señaló el
bar, en la mitad de la cuadra, y le dijo venga, Osiris, venga y cuente pero no
se me ponga triste, esta noche no, ¿no ve que somos felices?
Bebieron las dos ginebras heladas, se
informaron de la técnica del patrón, quien conservaba la botella en un balde de
hielo como si fuera champán, y luego Osiris, con voz monótona, relató cómo
había conocido a Rosa María, en un cóctel de despedida de fin de año que había
ofrecido una importante agencia de publicidad. En cuanto uno llegaba, Carlitos,
lo abarajaban con una fuente de empanadas minúsculas, rellenas con carne, papas
y muchísimo picante, tan ricas como yo jamás había probado. Esas empanadas eran
un poema, créame; sólo unas manos privilegiadas podían haberlas preparado:
destilaban ternura, calor, aroma. Su sabor era como un perfume dulce que se
impregnaba en el paladar. Uno tenía la sensación de que hasta masticaba con el
cerebro. Me volví loco, Carlitos, me bajé como dos docenas. Y no pude
resistirme a la tentación: sentí unos incontenibles deseos, una necesidad, una
cierta desesperación por conocer a quien las había preparado. ¿Me entiende,
Carlitos? ¡Tenía que verle las manos! Yo estaba enamorado de esa mujer, sin
conocerla.
El patrón dijo “convida la casa” y les
sirvió otra vuelta. Estaba frente a ellos, acodado sobre el mostrador,
escuchando atentamente el relato. Carlitos le pidió que bebiera con ellos. El
hombre, sonriente, se atusó el bigote y se sirvió una copita. Improvisaron un
brindis. Carlitos le explicó que hacía un montón de cuadras que venían
compartiendo ginebras, que no había nada en toda esta parte del mundo como la
ginebra para estrechar una amistad y que no pensaban variar de bebida porque
las costumbres que unían a los verdaderos amigos debían ser pocas pero
arraigadas. Osiris estuvo de acuerdo y dijo: Carlitos, usted es un filósofo.
Brindaron nuevamente, los tres, y el patrón preguntó qué pasó con esa mujer,
cómo era, ¿la conoció?, y Osiris dijo sí, claro, me casé con ella aunque era
diez años mayor que yo y sólo medía un metro veinte y fue la que más me duró,
como tres años, porque era una cocinera formidable, también hacía un locro que
era para terminar en cuatro patas y pidiendo perdón, y un carnero a la huancayaqueña
que si usted lo probaba después no le hacía falta conocer nada más en el mundo;
pero la macana era que aparte de cocinar no sabía hacer nada, usted me
entiende, nada de nada, y encima a todas las comidas les ponía mucho picante,
vea, en esos años engordé veinticinco kilos, desde entonces soy tan gordo, y me
quedó el hígado a la miseria.
Cuando salieron de ese bar, luego de
despedirse del patrón con el mismo afecto con que se saludan las tías viejas,
Osiris aseguró que había hablado mucho, discúlpeme Carlitos, a veces uno se
embala y no se da cuenta, pero Carlitos dijo no faltaba más, ha sido un placer
escucharlo, y caminaron sin rumbo hasta que llegaron a Plaza Constitución y
reconocieron que estaban cansados. Se sentaron en un banco y miraron cómo los
micros giraban en torno de la plaza, como si ellos fueran el centro de una
calesita gigantesca, hasta que Osiris dijo qué bien se está acá, ¿no, Carlitos?
y Carlitos dijo sí, pero hace frío, yo necesito otra ginebra, muchas, porque
tengo miedo de que me empiecen a joder los recuerdos. Entonces se pusieron de
pie y caminaron por Juan de Garay hasta que encontraron un bar cuyos vidrios
estaban empañados o sucios (un punto que discutieron brevemente), y finalmente
ingresaron y pidieron ginebras, mientras Carlitos hablaba de su recuerdo más
querido, aquel 17 de octubre del ’45 cuando se apareció la vieja y me dijo
Carlitos hay que ir a la plaza a ver si lo sueltan al coronel, y yo no entendía
nada, era un muchacho que sólo se entusiasmaba con las minas y el escolaso,
pero me fui con la vieja y con toda la gente de la pensión; había uno que se
llamaba Ruiz, que tocaba un bombo que no sé de dónde lo había sacado, y otro,
Josecito, que armó un cartel con un palo de escoba y una foto de Perón, y todos
cantaban y gritaban y todo el país estaba en las calles, vea, Osiris, había una
fe bárbara en esa gente, de modo tal que yo supe que desde entonces y para
siempre sería peronista.
Osiris lo miraba, asintiendo, y cuando vio
los ojos húmedos de Carlitos dijo pero qué cosa, carajo, qué maravilla, a mí me
pasó lo mismo en el ’33, cuando murió Yrigoyen, mire, yo era un pendejo así y
el viejo me dijo vení Osiris que vas a ver lo que es el pueblo, y me llevó al
entierro del Peludo y ahí estaba todo el mundo, llorando su muerte, mirando con
bronca para los costados porque estaba lleno de milicos por todas partes, si
hasta parecía que la gente había salido a la calle nada más que para manifestar
su repudio a los justistas oligarcas, mire si habrá sido grande Yrigoyen que hasta
en la muerte arrastraba a las multitudes.
Se quedaron en silencio durante un rato,
bebiendo, lenta, perseverantemente, una copita tras otra. Carlitos preguntó si
era feliz, y Osiris pensó un rato, movió la cabeza y dijo que si había
interrogantes para los que no tenía respuestas, ése era uno de ellos, que lo
único que podía decirle era que en ese momento, circunstancialmente, se sentía
el hombre más feliz de la tierra y que sólo le faltaba ver el mar para largarse
a llorar de felicidad. Carlitos se entusiasmó y juró que era verdad, que si
pudieran ver el mar en ese momento todos los problemas de sus vidas se
esfumarían, porque el mar purifica los espíritus, según creo haber leído por
ahí, y debe ser cierto, seguramente lo que sucede es que cuando uno lo mira
adquiere una exacta dimensión de sí mismo, el mar es una manera de demostrarnos
qué pequeños somos. Osiris terminó otra copita y sentenció: un filósofo, usted
es un filósofo, Carlitos, mientras Carlitos, como si no lo hubiera oído,
continuaba diciendo que el mar era un espejo que devolvía el verdadero tamaño
de los hombres, y Osiris dijo qué grande, y los dos dijeron a coro qué ganas de
ver el mar, pero qué ganas, al mismo tiempo que Carlitos se dirigía al petiso
que atendía el mostrador para pedirle otra vuelta de ginebra.
Cuando estuvieron servidos nuevamente,
Osiris enarcó las cejas y, soltando un eructo, puso una mano sobre el brazo de
Carlitos: Necesito verlo –aseguró, convencido de que era el único tema de que
se podía hablar en todo el país–, necesito sentir el agua salada en la boca,
que me corran las gotas de mar por las comisuras, se bifurquen en mi barba y
caigan sobre mi panza. Carlitos lo miró, asombrado, y comentó puta, es cierto,
a mí me pasa lo mismo, qué macana que Buenos Aires no tenga mar, es lo que
siempre digo: ésta es una ciudad adorable pero es una ciudad vacía, a quién se
le habrá ocurrido fundar semejante ciudad sin mar, es una injusticia, eso es lo
que pienso, pero Osiris seguía mirándolo sin verlo, y repetía sentir el gusto
del mar, el gusto salado del mar, necesitamos ir ahora mismo, Carlitos, tenemos
que ir al mar.
Pagaron la consumición y salieron,
presurosos, sosteniéndose para evitar los tropiezos que les imponía el alcohol,
y caminaron dos cuadras buscando la estación terminal de alguna compañía de
transportes, hasta que Osiris señaló, triunfante, con un dedo y dijo allá está,
Micromar.
Compraron pasajes a Mar del Plata en el
primer ómnibus de la medianoche, uno que partía veinte minutos más tarde.
Aprovecharon la espera, eufóricos como niños que se van de vacaciones, para
beber otra copita, brindaron por el afecto que se tenían, por el deseo de que
Buenos Aires algún día tuviera mar, por Perón, por Balbín, por las tres mujeres
de Osiris, por el encanto de las noches de invierno y por la fidelidad de la
ginebra, esa multifacética novia de los hombres que están solos. Antes de
partir, Osiris sugirió que Carlitos debía avisarle a la Tota, pero Carlitos
sonrió, dijo subamos nomás y después le explicó que ella no podría entenderlo,
que él no sabría convencerla por teléfono, que las mujeres jamás pueden
entender estas cosas y que él se había enamorado hacía muchos años pero sabía
que había circunstancias imposibles de compartir con ella. Y que en última
instancia estaba ansioso y feliz y le importaba un carajo de la Tota.
Viajaron tomados de la mano, mirando cada
tanto el ensombrecido paisaje de la noche sobre la campiña. Bebieron varias
copas de ginebra en cada una de las paradas del ómnibus –Chascomús, Dolores,
Maipú– y finalmente arribaron a Mar del Plata, sin haber dormido, ojerosos pero
alegres, confiados, apenas con las corbatas flojas y los sobretodos
desprendidos. En la vereda de la estación terminal estiraron los brazos,
soltaron algunas breves carcajadas y aspiraron, ruidosamente, el aire que venía
de las playas. Caminaron a la máxima velocidad que les permitía la torpeza,
agitados, tropezando algunas veces, mientras hacían comentarios acerca de la
claridad que se insinuaba sobre el mar.
Al fin llegaron,
acezantes, y se pararon en la Rambla. Contemplaron la inmensidad del horizonte,
alertados, envueltos en un silencio extraordinario. De pronto, Osiris abandonó
su quietud y comenzó a caminar lentamente hacia la orilla, mientras musitaba qué
increíble, qué increíble, y Carlitos lo seguía, sin poder contener las
lágrimas. Se metieron hasta que el agua les cubrió los zapatos, los tobillos,
olvidados del frío del amanecer, respirando estrepitosamente, conmovidos por la
emoción, y Osiris quiso agacharse, cautelosamente, pero enseguida comprendió
que le sería imposible, por el tamaño de su panza y por la borrachera. Entonces
Carlitos le dijo permítame y se inclinó para atrapar una pequeña ola con la
mano, dejó que el agua retornara y le empapara totalmente el puño y después se
irguió. Miró a Osiris y le acercó la mano a la boca. Metió sus dedos entre los
dientes y le mojó la lengua. Chupe, Osiris, chupe, le rogó, temblando, lloroso,
mientras Osiris jugueteaba con la lengua y exclamaba, con los ojos cerrados y
la voz quebrada por su propio llanto, qué maravilla, compañero, qué maravilla.
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