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miércoles, 23 de junio de 2010

RENE GADE 1

HAITI
En el aeropuerto, cuando llegue a la cinta del equipaje, recibí la primera idea de Port au Prince Capital de Haití. Resultó ser un poco peor de lo que mi mala predisposición tenía organizado. Valijas gigantes, llenas de tesoros comprados en Miami, rodeadas por pasajeros, changarines, familiares y taxistas. Todos hablando y oliendo en Creolé o en Francés.
La ciudad aloja tres millones de habitantes en una pequeña bahía rodeada por montañas donde, al revés que cualquier país desarrollado, los más pobres están cerca del mar y los más ricos en las alturas. Los hoteles 5 estrellas ocupan la punta de cada elevación, como faros.
Desde allá arriba se apreciaba un panorama bellísimo. El agua turquesa del Caribe y las paredes verdes de la bahía separadas por una franja movediza de toldos y personas, entre el caserío.
Me recomendaron no subir a un taxi por ningún motivo; alquilar un auto tampoco; lo que se entiende como transporte público eran unas pick up desvencijadas e inclinadas hacia atrás por el peso de los pasajeros que viajan parados en la caja. La solución fue la renta permanente de una 4x4 manejada por su dueño.
Para recorrer los 5 kilómetros que separan la cima, de los barrios bajos, se necesita una hora. Porque a medida que se desciende, la lentitud del tránsito se acentúa hasta terminar en un amasijo de transeúntes y vehículos.
El chofer penetraba el gentío abriéndose paso lo más despacio posible. Pero ese “lo más despacio posible” estaba muy lejos de una velocidad aceptable para mi conciencia. Los atados que algunas mujeres transportaban sobre la cabeza se tambaleaban cuando las embestíamos suavemente. Me dió taquicardia, pensaba en los pies y en los tobillos. La muchedumbre, empujada, rebalsaba hacia los costados de la camioneta e iba quedando atrás sin protestar.
La 4x4 y mi taquicardia seguían avanzando. Cruzamos calles normales, otras calles menos normales y más pobres, seguíamos bajando. Por último atravesamos un mercado enorme y paupérrimo. Cada puesto era un pedazo de lona sobre el barro donde se vendían unos pocos vegetales. Eran miles de mini mini emprendedores.
Al final, llegamos a la costa. En un edificio desteñido por el salitre y la dejadez me encuentro con mi focal point, que no es otra cosa que una persona local con capacidad de hacer que los individuos a quienes tenés que ver, te reciban. Lograr que una reunión se concrete es un éxito rotundo, ahora, que se cumpla el horario previsto es un imposible. Siempre fueron dos horas de retraso y 10 minutos de explicaciones.
Por lo tanto mi primer regreso al hotel fue de noche, cosa que me habían remarcado debía evitar bajo todo concepto. Al atardecer ya hay que estar acá arriba! No se olvide! Mire que acá no hay policía, no hay gendarmería, no hay nada, solo existe LA GUARDIA PRESIDENCIAL. Por suerte la camioneta no se descompuso y el retorno desde la costa hasta la montaña pasó a ser una postal imborrable.
Era una noche sin viento. Mucha oscuridad. Para darse una idea, el 60 por ciento de la población no tiene energía eléctrica. Desde la orilla yo trataba de identificar las luces de los hoteles, allá arriba, pero delante de mí se interponía un telón a franjas gruesas, de color negro y naranja.
Las fogatas en el mercado iluminaban de anaranjado columnas de humo que subían en la noche. Las franjas se balanceaban a un compás que el mismísimo Reynolds hubiera envidiado. Entre los fuegos se veían sombritas negras que pasaban. Mañana tengo que cortar temprano, pensé.
Estaba terminando de desayunar cuando llego mi focal point a buscarme. Era una negra formada en Estados Unidos durante un exilio político obligado. Elegante y arreglada se quedó parada junto a la mesa, yo me levanté y le dije, porque no se toma un café mientras voy a mi cuarto a buscar el saco. Dijo, no gracias, prefiero acompañarte.
Cálculos y especulaciones de todo tipo me tomaron demasiados nanosegundos, ya estábamos caminando, esa simple frase estaba poniendo a prueba mi virilidad personal y el machismo argentino entero.
Una vez adentro (de la pieza) tenía en un plato de la balanza mi inquebrantable fidelidad cristiana y la estadística oficial sobre HIV, 1 de cada 4 haitianos tienen sida. En el otro plato de la báscula estaba ella, que no era linda pero era JOVEN. Era negra. Y me estaba besando.
Varios detalles no me cerraban, pero el disparador fue que su piel estaba fría y si bien racionalmente su carne era flexible, al tacto daba la sensación de tocar una cubierta de automovil. No es racismo, es tan solo una descripción subjetiva. Nuestra sociedad premia y valora las carnes firmes, pero en ese extremo, la situación era desalentadora. La fantasía de poseer una negra se iba como agua entre los dedos. Mejor vamos a la reunión, dije. No quisiera ser impuntual.
Al día siguiente me dijo: hoy hemos terminado temprano; quieres conocer el Palacio Presidencial? Acepté.
Era un edificio blanco, de estilo colonial, apenas grande. Entramos por un costado; me llamó la atención que la saludaran con respeto y que no me pidieran identificación alguna. Me conducía por escaleras secundarias, transitamos pasillos demasiado angostos, evidentemente me llevaba por un camino para nada oficial. Pienso que llegamos muy arriba, como a un tercer piso.
Una puertita pequeña, sin manija, se abrió sola. Entramos en un bunker y la puerta se cerró, pesadamente, detrás de mí. Una de las paredes estaba forrada con displays de las cámaras de seguridad y grabadoras de audio, en la otra, una estantería con cosas. Sobre la mesa había cuatro ametralladoras UZI y algunas pistolas. Sus propietarios eran 6 orangutanes enormes y negrísimos que estaban reclinados en sus sillas. Algunos me miraban de reojo otros de frente.

El más grandote y más negro, se paró. Mientras avanzaba a nuestro encuentro, ella murmuró “es el JEFE DE LA GUARDIA PRESIDENCIAL”. Tuve tiempo para evaluar su excelente traje y el resto de la indumentaria, carísima. El la saludó con un beso y en perfecto Inglés me dijo: Mi esposa me habló de usted! Mi reloj de arena se detuvo en la mitad.
No sé si fue por el escalofrió que recorría mi columna o por el torbellino que atravesaba mi cabeza, pero mi mano derecha se extendió hacia adelante. El gigantón lo interpretó como un saludo. Yo en cambio como un pedido de piedad. La mitad de mi cerebro hilvanaba una frase: “ella fue la que empezó primero” y la otra mitad evaluaba si esas serian mis primeras palabras o mis últimas palabras. El asunto es que traducida al Inglés la frase salió como: Nice to meet you.
Los tres iniciamos el recorrido del Palacio, me mostraron los lugares oficiales y el ceremonial. Cuando salí a la calle, dejé escapar el aire contenido durante las últimas horas y me sentí vivo. Quiero decir: Viviente.

Vuestro nuevo corresponsal
Irán Ilom
(nombre codificado, por razones de ética y de seguridad).

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